El Tour y la extinción de los contrarrelojistas

Observando las cifras del Tour de Francia de 2011, presentado ayer entre grandes fastos en París con todos los grandes personajes del ciclismo menos los mal mirados Petacchi y Contador, lo primero que salta a la vista es una falta de kilometraje un poco triste. Lejos de las ediciones bestiales de finales del siglo pasado, donde las etapas resultaban largas para desgastar a los llamados “escaladores puros”. Poco a poco, la Grande Boucle ha ido siguiendo el ejemplo de Giro y Vuelta: acortar sus etapas y dotarlas de alicientes en su parte final, sacrificando la dureza, el cansancio físico, en pos del espectáculo; un contrasentido difícilmente comprensible si nos movemos en los parámetros del deporte tradicional, pero mucho más admisible si contextualizamos el hecho dentro del deporte, digamos, mediático.
La tendencia en las grandes vueltas es no castigar las piernas del corredor pensando en que llegue con fuerzas a las escaramuzas preparadas en los finales de etapa, tendiéndole incluso recorridos con puertos a media etapa y terreno favorable después para que se envalentone, proporcione media hora de subida extraordinaria y una hora y media de persecución a brazo partido con el gran grupo. Huelga decir que eso rara vez sucede con hombres de la general; sólo los cazaetapas gustan de ese tipo de recorridos, lo cual convierte la carrera en un espectáculo consumible pero carente de chicha real. Un espectáculo, en definitiva, prescindible. Ningún aficionado medio quiere ver día tras día a corredores de segundo nivel batirse el cobre en trazados teóricamente alpinos mientras los grandes circulan en grupo a diez minutos de cabeza de carrera y traban amistades…

Sin entran en consideraciones más particulares, una de las cifras que más llama la atención del recorrido del Tour 2011 es la de los kilómetros contrarreloj. Apenas 41 kilómetros individuales, el penúltimo día en Grenoble, y 23 por equipos, la segunda jornada de competición en Les Essarts. Apenas 64 kilómetros, en la línea de los poco más de sesenta del año pasado, contrapuestos a los 141’5 de 2005 o los 171’5 (de los cuales 102 individuales) de 2003.
En ninguno de los últimos cuatro Tours se ha superado el centenar de kilómetros contrarreloj totales, una cifra que se superaba de sobra en todas las ediciones anteriores de la Grande Boucle. Cuestión de tendencias: hay poco de lo que sorprenderse, tampoco en Vuelta o Giro se apuesta demasiado por la lucha del ciclista contra el crono… con la consiguiente pérdida de matices que ello acarrea.
Una de las grandes atracciones de las grandes vueltas, de los clásicos, ha sido la lucha denodada entre escaladores y contrarrelojistas. Los unos sabían que debían aprovechar la montaña al máximo para marcar diferencias; los otros, que su objetivo era defenderse como gato panza arriba en las subidas para administrar las rentas obtenidas en las cronos. Esta lucha, que tan épicos y emocionantes duelos nos deparaba, se ha perdido. Ya no hay una contrarreloj antes del primer bloque montañoso y otra al final de la prueba, una para desequilibrar la balanza y otra para dar la posibilidad de reequilibrarla. No. Ya sólo se hace la del final, sumada al prólogo o la CRE… una ración pírrica de lucha contra el crono.
Ya no sale rentable ser contrarrelojista. Al menos, para ganar grandes vueltas. Los pocos especialistas que quedan son rematadamente puros, como David Millar o Fabian Cancellara. Los hay que aún se atreven a pensar en las rondas de tres semanas siendo rodadores, como Tony Martin o Richie Porte. Pero son los menos.
Quizá esto sea consecuencia de estas tendencias modernas en el recorrido de las grandes vueltas. O quizá lo que desencadene este hecho, la progresiva extinción de los contrarrelojistas, es la multidimensionalidad de los corredores. Venimos de un ciclismo poco tecnificado donde se potenciaba la mejor cualidad del corredor pensando en lo que ganaría gracias a ella: se le hacía unidimensional. Y avanzamos cada vez más hacia ciclistas a los que se hace evolucionar en todos los terrenos posibles para limitar las pérdidas: multidimensionales.
El dilema es el siguiente: ¿han cambiado los recorridos porque han cambiado los ciclistas? ¿O han cambiado los ciclistas porque han cambiado el recorrido? El dilema del huevo y la gallina, pero con un matiz extra. ¿Puede ser que la tecnificación haya equiparado a gregarios y líderes, aumentando la importancia del colectivo y con ello haciendo las carreras propensas al inmovilismo? El círculo vicioso: ¿sería la solución una nueva potenciación de la disciplina de la lucha contra el cronómetro, donde uno se vale por sí solo y el equipo no cuenta? De estas dos últimas premisas hablaremos en otra ocasión…
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