«Después de mucho ayudar, en este Giro por fin me he podido expresar», decía sonriente a los corresponsales de la Gazzetta dello Sport en la meta del Tonale el penúltimo día de competición del Giro de Italia. El segundo puesto de la general de la ‘corsa rosa’ ya era suyo
David Arroyo (1980, Talavera de la Reina) ha sido siempre un hombre silencioso sobre la bicicleta, poco dado a las estridencias y al lucimiento individual. Él no es la cigarra sino la hormiga, trabaja pacientemente y siempre sacrificando sus opciones en pos de otros más cualificados aunque probablemente menos mentalizados. Recio, sólo se ha retirado en una carrera en seis años. Es un gregario de manual, perteneciente esa raza de vueltómanos diésel pocas veces brillantes pero siempre iluminados. Por ello, para el talaverano poder expresarse sobre las dos ruedas con la misma alegría que gasta lejos de ellas mediante una enorme actuación en el Giro fue motivo de máxima felicidad. Porque los eternos días de fatiga desapercibida merecen aunque sólo sean minutos de gloria relevante.
La feliz disertación de Arroyo se comenzó a construir en uno de esos días que pasan a la memoria colectiva y, con ello, a la historia del deporte de la bicicleta. En el undécimo parcial de la ‘corsa rosa’, el talaverano se filtró en una fuga de más de medio centenar de hombres junto a cuatro compañeros de Caisse d’Épargne (Kyrienka, Amador, Jeannesson y Losada) que realizaron un trabajo magnífico para que ésta saliera adelante mientras las escuadras de los favoritos se miraban con recelo en el seno del pelotón y dejaban crecer la ventaja hasta los casi trece minutos consumados en meta. Arroyo viajaba acompañado también de grandes nombres como Carlos Sastre, Bradley Wiggins, Xavi Tondo, Linus Gerdemann, Robert Kiserlovski o el líder tras la etapa Richie Porte, todos ellos corredores capaces de figurar entre los primeros clasificación general sin necesidad de esta inesperada ayuda.
Sin embargo, Mario Cipollini lo vio claro en su columna de la Gazzetta sobre la jornada: «Ahora, mi favorito para el Giro es Arroyo». El tiempo daría la razón al otrora gran esprinter italiano. La apuesta, algo sorprendente teniendo en cuenta lo altisonante de sus compañeros de fuga, no lo era tanto revisando las credenciales del talaverano. Éste había completado nueve grandes vueltas: dos Giros, dos Vueltas y cinco Tours. Su potente motor estaba fuera de toda duda para aquel que siguiera medianamente la actualidad ciclista. Y, sobre todo, había mostrado un estado de forma excepcional, encontrándose siempre con los mejores en las etapas holandesas y en el embarrado final de Montalcino; sólo había fallado en el Terminillo, donde cedió un par de minutos. La sensación de Cipollini no tardó en ser avalada por los hechos: en Asolo, tras la subida al Monte Grappa, Arroyo cogía la ‘maglia rosa’. Desde ahí hasta Verona, la felicidad y el brillo…
Aunque su ventaja se fue limando poco a poco, sobrevivió al Zoncolan donde Basso hizo patente su superioridad respecto del resto de participantes; también en la cronoescalada de Plan de Corones y en Peio Terme. Su brillo, sin embargo, fue aún mayor el día que tuvo que claudicar en su defensa del entorchado, camino de Aprica previo paso por el Mortirolo. En la subida al gigante lombardo, el puerto favorito de Marco Pantani, Arroyo tuvo que ver como Liquigas montaba su zafarrancho particular y le dejaba atrás, roto. En la bajada, en cambio, nos regaló una gesta para el recuerdo. Un descenso de esos que antes se llamaban a tumba abierta que le sirvió para cazar a todos los que iban delante de él, con excepción de Basso, Nibali y Scarponi. Los apenas 40″ de desventaja respecto de la terna con que contaba al inicio de la subida a Aprica se vieron aumentados a más de 3′ debido a la falta de colaboración de los que iban con él en el grupo, indignamente abúlicos. Cedió el liderato.
Pero, aunque el resultado no fuera el mejor, las sensaciones si lo habían sido. En los siguientes parciales se limitó a aguantar su segunda plaza del podio corriendo tal y como lo hizo el resto de la prueba: a su ritmo, sin forzar, dejándose ir en los momentos clave. El balance: «ha sido la semana más bonita de mi vida», como contaba a Javier Gómez Peña en las páginas de El Correo en un análisis postrero. No era sencillo, pero sí justo para un hombre que, tras ser despreciado por Manolo Sáiz para la ONCE después de tres años en el equipo (de 2001 a 2003), se vio obligado a revindicarse en el modesto LA-Pecol luso con dos preciadas etapas en la Volta a Portugal. Luego llegó el fichaje por Caisse d’Épargne, con él el pasaporte al ciclismo de alto nivel; y, después, al brillo y la oratoria en los más lustrosos escenarios.
Para su vuelta, en Talavera le habían preparado un gran recibimiento. Con su amigo Álvaro Bautista, motociclista campeón del mundo de 125cc en 2006, a la cabeza, y secundado por ex compañeros de fatigas como Abraham Olano o Rafa Díaz Justo. Centenares de talaveranos le arroparon en un día muy especial donde todos le transmitieron lo cerca que habían estado de él durante la ‘corsa rosa’. Desde su hijo, que según recogía As le pedía que «apretara el culo», hasta el alcalde José Francisco Rivas, que acabó su disertación con una cita de Charles Dickens: «El hombre no sabe de lo que es capaz hasta que no lo intenta».
La pregunta es ahora cómo cambiará esta expresión al más alto nivel, este discurso desde el púlpito del Giro de Italia. A corto plazo, su gran actuación y la sanción de Alejandro Valverde le han abierto la posibilidad de correr como jefe de filas de Caisse d’Épargne junto a Rubén Plaza la Vuelta a España. A largo, Arroyo se expone al mismo peligro que un otrora integrante del equipo bancario, el gallego Óscar Pereiro. Quizá verse tan arriba le haga dejar de tocar el suelo con los pies, creerse capaz de todo. Exigirse expectativas muy por encima de su capacidad. Ése es un riesgo real que deberá superar para que este podio del Giro sea su cénit y no el principio del fin, el inicio de un silencio eterno y decepcionante…