Aquel Kelme del año 2000

Plantilla en CycleBase
Era un equipo que atacaba en el kilómetro uno y no se rendía hasta que se cruzaba la línea de meta. Tácticas desquiciadas: mandamos a los tres segundos espadas del equipo en la fuga para que luego ataque el líder, les coja y le lleven a rueda aunque sea 500 metros. O, si no, defendemos en el Tour el honor español tal y como defendieron las guerrillas de Sierra Morena a la patria en la Guerra de la Independencia frente al invasor francés: pañuelo a la cabeza, cuchillo entre los dientes. A Italia, al Giro, que vayan los escarabajos del equipo; aquellos melones sin abrir, que podían salir buenos ó malos pero se compraban de cuatro en cuatro.

Aquel Kelme del año 2000 fue el que me aficionó al ciclismo, aquellos maillots verdes, blancos y azules tan llamativos y siempre por delante. Aquel director tan simpático, bajito y con malas pulgas de cuando en cuando frente a los micrófonos. Aquel que se acostumbró a ver cómo le «robaban» a sus mejores ciclistas; el último fue Valverde, el primero no sabría decirlo porque seguramente el caso se dio antes de que yo naciera. Porque este equipo, no lo olvidemos nunca, nació en 1982 y vivió durante 24 azarosos años, aunque al final lo hiciera como una especie de esperpento repleto de problemas y ahogado por cierta presión mediática fruto del caso Manzano. Dependiendo, además, del dinero público.


Es un equipo inolvidable, no cabe duda. Y he elegido el de ése año, el Kelme 2000, por ser una muestra de cómo acumular talento sin despilfarro, con una buena política de base y con una táctica que permitiera lucir a todos y cada unos de los corredores en todos y cada uno de los momentos de la carrera. En Kelme, fueran más malos o más buenos, todos tenían un cometido y un momento.

Fernando Escartín era el líder del equipo, y junto a él un Roberto Heras en pleno crecimiento. Camino de una plenitud que se le escaparía entre los dedos por caer en la tentación, por entregarle a Lance Armstrong sus mejores años de vida deportiva a cambio de una gran suma de dinero. Éticamente se podría plantear como un dilema, vender el alma a cambio de cubrir las necesidades del cuerpo para mucho tiempo.

A su vera aparecía la gran promesa del ciclismo español, un Óscar Sevilla que tenía la cara de niño que aún hoy conserva. También estaba un Chechu Rubiera que también pasó el mismo proceso que Roberto Heras, aunque en su caso hiciera mucho cierta predisposición a ser un gregario de primera división antes que un jefe de segunda. Estaba un Aitor González del que pocos se esperaban que fuera capaz de hacer saltar la liebre como lo hizo en aquella Vuelta. Estaba un Quique Gutiérrez del que ninguno esperábamos aquellas exhibiciones en la montaña del Giro’06. Estaba Ángel Vicioso, un prometedor sprinter tan parecido a Jalabert…

También había tipos duros, como los gregarios Vidal, De los Ángeles, Cabello, Francesc León, Pipe Gómez, los dos Pascuales, Toni Tauler. Colombianos de campanillas: Botero, Castelblanco, Cárdenas, Contreras. Promesas que quedaron en nada: Eligio Requejo, Álvaro Forner. Hombres que demostraron capacidad y ganas, aquel Rubén Galvañ que fuera el único ciclista español en acabar la Roubaix’00. También Juanmi Cuenca, a quien sempiternas lesiones le impidieron demostrar las condiciones que atesoraba.

Como en toda melancolía hay tristeza. En el Kelme del año 2000 estaban dos gemelos apellidados Ochoa, que con el paso de los años escribirían [dejarían escritos] uno de los episodios más pasionales del ciclismo español. Estaba un Isaac Gálvez que nos dejó en Gante, que murió y consternó, que sigue todavía consternando. Y también un Manzano maldito, el Árbol de la Ciencia tan triste y mezquino, que tras sus ramas desveló una realidad que no todos queríamos saber y algunos siguen sin creer.

Echo de menos al Kelme, tengo que reconocerlo. Echo de menos a Vicente Belda, que esperó volverá la próxima temporada a los mandos del Boyacá es para Vivirla. Y ojalá los vista de azul, verde y blanco, como si fuera un canto a la nostalgia. Como si fuera este artículo tan divagante que escribí anoche y del que no he querido cambiar ni una coma.

Se retira la Identidad. Se retira Paolo Bettini

Primera parte en Arueda.com
Segunda parte en Arueda.com
Paolo Bettini se retira. Once temporadas como profesional, sesenta y siete victorias, una condición de superclase más que demostrada dentro y fuera de la carretera. Clasicómano, avasallador cuando quería, capaz de convocar a un equipo entero en torno a su figura, carismática como pocas. Aunque si se puede definir a Bettini con una palabra, ésa es Identidad.


Nació en Cecina el primero de Abril de 1974; nació para el ciclismo dieciséis años después, cuando comenzó a pedalear en la categoría juvenil. Se presentó como fue durante toda su vida deportiva: físicamente pequeño, ágil y habilidoso sobre la bicicleta, nervioso, atacante nato y capaz de poner patas arriba una carrera demarrando en el lugar más inaudito. Fue entonces cuando le adjudicaron el sobrenombre de ‘Grillo’, que le siguió de nuevo durante toda su vida deportiva.

Si se puede definir a Paolo Bettini con una sola palabra, ésa es Identidad, y ya lo empezaba a demostrar en aquellos tiempos. Cuando en 1997 firmó con GB-MG, curtido ya en el selectivo calendario ‘dilettante’ italiano, Michele Bartoli sabía lo que se llevaba. Quería formar una nueva versión de sí mismo, veía en Bettini al mismo corredor que era él en sus inicios: uno de tantos ciclistas italianos rapidillos, capaces de pasar los puertos en cabeza y atacar en cualquier momento. Pero con una chispa especial, brillo, la capacidad de hacer de cada triunfo un triunfo para el recuerdo. Clase.

Bartoli era por aquel entonces la gran estrella italiana junto al mítico Marco Pantani. Profesional desde el 93, figura desde aquel Tour de Flandes que venció en el 96 con una superioridad absoluta respecto al resto de ciclistas. Por no hablar de la Lieja’97, ganada por aplastamiento sobre un Jalabert incapaz de seguir un último ataque progresivo y brutal. Bartoli era un genio, era Ego puro, no quería trabajar para nadie porque se sabía ganador donde quisiera ganar.

Llevó consigo a Bettini, como el maestro que lleva consigo al alumno, para enseñarle y recibir valiosas ayudas. Ficharon juntos por Asics; Paolo fue una pieza clave en la exhibición del equipo camino de Schio, cuando Bartoli puso en jaque el Giro de Italia y ganó la etapa a la par que entregaba la ‘maglia rosa’ a su compañero Andrea Noe’. El Grillo acabaría séptimo aquel Giro, apuntando unas facetas de vueltómano que jamás llegaría a explotar de verdad.

Siguieron su trayectoria compartida, esta vez en Mapei. Y fue aquí cuando alumno y maestro empezaron a chocar, cuando surgió la Identidad a la sombra del Ego. En la Lieja-Batogne-Lieja de 1999, mientras Vanderbroucke asombraba al mundo ciclista anotándose la ‘Doyenne’, Bartoli fue cuarto. Diez segundos después entraba Bettini, quinto. El alumno, aún a unos pasos del maestro, pedía paso. Y se lo dio un grave accidente de Bartoli en la Vuelta a Alemania de 1999, que le mantuvo alejado de la bici durante el tiempo suficiente para no llegar a tiempo a la primavera de 2000…

… Y entonces la Identidad fue capaz de que un equipo entero de ciclistas de clase mundial se limitara a trabajar en pos suya. Johan Musseuw, Andrea Tafi, Giuliano Figueras, Axel Merckx; todos condujeron la carrera de manera que, en los momentos decisivos, Paolo Bettini estuviera en la pomada. El Grillo no falló, y se impuso en Ans sobre un sorprendente David Etxebarría y Davide Rebellin.

Dos años después, Bettini volvería a reinar en Lieja. De nuevo Mapei se vació por él. Esta vez, fue un magnífico Stefano Garzelli quien le llevó en volandas hasta meta, cediéndole la victoria en la última pedalada. Ambos entraron, brazos en alto, efectuando uno de los dobletes más impresionantes que se recuerdan. Tercero fue un bisoño Iván Basso que, vestido de Fassa Bortolo, empezaba a asomarse.


También corrió aquella Lieja vestido de Fassa Michele Bartoli. Acabó 59º, a 3.55 del Grillo. De alguna manera, su Ego debió arrodillarse ante la Identidad tras negarse a hacerlo aquel invierno, rescindiendo su contrato con Mapei por tal de no aguantar el verse supeditado a la voluntad de un Bettini a quien había repudiado en las Olimpiadas de Sidney’00 por no vaciarse en su favor para cazar al grupo de Jan Ullrich, a la postre oro. Divorcio entre alumno y maestro, que años después se volvieron a reconciliar para siempre.

Después de aquella segunda Lieja victoriosa, Bettini se convirtió definitivamente en gran estrella mundial. En 2003 ganó Milán – San Remo burlando gracias a Paolini el rodillo que era aquel año el Domina Vacanze de Mario Cipollini, además de la Clásica de San Sebastián y la HEW Cyclassics de Hamburgo. Como postre, se llevó la Copa del Mundo que ya ganara el año anterior y que ganaría de nuevo al siguiente. Venció el Giro de Lombardía en 2005 y 2006…

¿Asignaturas pendientes para el alumno por aquellos entonces? Dos. Las clásicas de pavé y aquel Mundial que se resistió siempre a su maestro. En el pavé no llegó a intentarlo seriamente: corrió varios Tour de Flandes sin fortuna, y en París – Roubaix jamás llegó a correr, sabedor de que su fisonomía no es la más adecuada para el cruel adoquinado francés y de que en su equipo siempre ha habido gente mejor que él para ese terreno.

Los Mundiales fueron otra cosa. A pesar de que Bettini se impuso varias veces en el ránking UCI, que nombraba al mejor corredor del año, y en la Copa del Mundo, que premia al mejor clasicómano, nunca se había ganado el derecho a portar el maillot arco-iris que lo acredita como tal, que sólo se consigue en la carrera más grande del año. Hasta 2006, cuando en Salzburgo aprovechó una arriesgada maniobra de Samuel Sánchez, que cortó el grupo en un pequeño descenso a 500 metros de meta, para conseguir la victoria sobre Valverde y Zabel. Lo celebró en el podio, subido en brazos de los otros dos medallistas. La Identidad le ganó el respeto de todo el pelotón, y aquella imagen lo demostraba.

Era un cabecilla, un hombre admirado por el resto de ciclistas a la par que odiado por aquellos que aparentan luchar por su bien, pero luchan por otros intereses. Fue el único con las suficientes agallas de no firmar el canallesco código ético de la UCI. Se rumorea que dejó de correr en Francia (ningún día de competición en territorio francés desde la París-Tours de 2004) para no sufrir las persecuciones de ciertos mandatarios que le tienen ganas. El año pasado, cuando ganó el Mundial de Stuttgart, hizo gestos de disparo durante su celebración. Fue su reivindicación ante la deplorable campaña en su contra puesta en marcha por los medios alemanes. Siendo él mismo, no estuvo quieto cuando vio pisoteada su Identidad.

Este último año, las cosas no han acabado de irle bien. Tres triunfos menores para alguien de su escalafón y dos etapas en la Vuelta a España (aunque no se haya dicho hasta ahora, es uno de los pocos corredores en activo que ha ganado al menos un parcial en las tres grandes) no parecían suficiente como despedida. Pura Identidad, se tenía que despedir a lo grande; y lo hizo en casa, en el Campeonato del Mundo de Varese, y consiguiendo que todo el pelotón danzara al son de sus tambores y pedaleara a su ritmo en señal de respeto, o de duelo.

Por enésima vez: si se puede definir a Paolo Bettini con una sola palabra, ésa es Identidad. Siempre ha sido igual, nunca se ha escondido a menos que fuera una manera de revindicarse o que realmente no pudiera más. Paolo nunca ha dejado de dar un paso al frente, nunca ha dejado de sorprender y nunca ha dejado de pedalear. E incluso ahora que se retira, es difícil no imaginárselo sobre una bicicleta y en cabeza del pelotón.

El ciclismo español y el sueño olímpico

Pelotón olímpico
Como cada cuatro años por estas fechas, llega el gran acontecimiento del deporte universal. La gran cita, los Juegos Olímpicos. Millares de deportistas se reúnen para participar en la mayor competición del mundo, viviendo durante unos días hermanados en la Villa Olímpica… pero siempre con un ojo puesto en el oro, en poder hacer suya la frase latina “citius, altius, fortius” (“más rápido, más alto, más fuerte”). La gloria del espíritu olímpico.

Aunque la prueba reina de las Olimpiadas es, sin duda, el atletismo, también hay muchas otras disciplinas donde el ganador se puede considerar el rey de su deporte. Esto no sucede en el fútbol (donde los límites de edad y demás triquiñuelas para que los Juegos no sean competencia para el Mundial convierten el torneo en una charlotada), y tampoco sucedía hasta hace poco en el ciclismo. El motivo era bien sencillo: aún quedaba virgen una parte del olimpismo. Concretamente, la parte que obligaba a que los deportistas participantes no fueran profesionales.

Sin embargo, el camino de prostitución del espíritu olímpico que inició Juan Antonio Samaranch con la aparición de publicidad explícita en los estadios se extendió hasta la profesionalización de los participantes, pasando a considerarse los Juegos como el acontecimiento de alto nivel que son hoy. Atlanta 1996 fueron los primeros Juegos Olímpicos con presencia de profesionales en el ciclismo, después de aquella generación de jóvenes torturados por el preparador ruso Guronov en pos de un éxito (que no llegó) en Barcelona’92.

España llegó a la salida de la ciudad americana con un equipo de campanillas: en la ruta el rodador Marino Alonso y el sacrificado Manuel Fernández Ginés escoltaban a tres grandes vueltómanos como eran Melchor Mauri, Abraham Olano y Miguel Indurain, siendo estos dos últimos los representantes para la contrarreloj, que hasta entonces se había disputado por equipos y ahora pasaba a ser individual.

La prueba en ruta fue, gracias a la total ausencia de control al tener sólo cinco ciclistas cada equipo, un auténtico zafarrancho. Cientos de ataques que se resumieron en uno que dejó por delante al suizo Pascal Richard, el danés Rölf Sörensen y el británico de origen italiano Max Sciandri; y por detrás a un quinteto donde viajaba, entre otros, Melchor Mauri. Finalmente, Richard se llevó el gato al agua birlándole el oro al sprint a Sörensen, plata, y a un Sciandri, bronce, que no llegó a disputar la victoria. Por parte española, Mauri fue sexto llegando en el segundo grupo, mientras el resto llegaba en el seno del pelotón.

Agrio sabor de boca que duró hasta la contrarreloj. Y es que en la otra parte del ciclismo de carretera España apabulló. Indurain y Olano, oro y plata, lograron el primer doblete olímpico español de la historia ante los Boardman (bronce), Riis, Berzin, Armstrong… y en un circuito, urbano, que no se adaptaba a sus características de rodadores fuertes que desarrollan una gran potencia en largas rectas.

Cuatro años después llegó Sidney 2000. España acudió con un cinco que giraba en torno a Freire, dado que el recorrido parecía propenso para una llegada al sprint; a su alrededor, un hombre rápido como Miguel Ángel Martín Perdiguero y tres buenos rodadores como eran Juan Carlos Domínguez, Santos González y Abraham Olano. Estos dos último compitieron también en la crono, donde fueron cuarto y octavo respectivamente, doblando la rodilla ante Viatcheslav Ekimov, oro, y los dos grandes ciclistas de la época: Jan Ullrich (plata) y Lance Armstrong (bronce). Sinsabor por la medalla de chocolate de Olano, que no hacía sino acrecentar el desencanto tras la prueba en ruta…

… Que se disputó tres días antes y fue, sencillamente, mala. De infausto recuerdo. Confeccionar la convocatoria había sido una auténtica aventura: España no era un país con demasiados rodadores para un circuito que sólo presentaba un repecho, rácano, de poco más de un kilómetro al seis por ciento. La cosa se agravaba más cuando se advertía que, tras una temporada cargada y muy movida, los pocos ciclistas aptos para el llano iban a llegar muy castigados a la cita olímpica. El balance de la carrera no pudo ser más desolador: Santos González, retirado por problemas en la rodilla a las primeras de cambio; Abraham Olano, en un estado de forma bajo tras correr Tour y Vuelta, se fundió y quedó en una discreta 60ª posición; y Juan Carlos Domínguez, trabajador aunque más limitado que los otros dos, no pudo siquiera terminar la carrera tras echar abajo una peligrosísima fuga prácticamente en solitario.

A las dos opciones de medalla no les fue mejor. Perdiguero, exento de trabajo durante la carrera en pos de ser el “tapado” de la selección para los momentos decisivos, acabó por los suelos gracias a una inoportuna caída. Y Freire… pobre Freire. Sin compañeros, algo básico para un sprinter, tuvo que quedarse a rueda de otros velocistas que sí llevaban un vestigio de equipo para controlar. Tuvo la oportunidad de marcharse fugado, pero renunció a ello porque la meta estaba demasiado lejos. Cuando oyó sonar la campana que anunciaba que ése era la última vuelta que habían de dar al circuito, se le cayó el mundo encima: su cuentakilómetros estaba roto, él se creía diez kilómetros más lejos de meta. Mala suerte y despiste, los dos grandes enemigos de Freire…

…Que le atacarían en la siguiente Olimpiada, Atenas 2004. En un circuito duro, con un repecho de dificultad media y otro muy duro de nombre Likavitos. Sin embargo, la circunstancia que definiría la carrera no sería el recorrido, sino la canícula reinante; para los españoles también fue determinante la estrechez y las complicaciones técnicas del circuito. Corrieron en aquella ocasión los tres mejores clasicómanos españoles, los tres medallistas en los últimos Mundiales: el vasco Igor Astarloa, el cántabro Óscar Freire y el murciano Alejandro Valverde. Junto a ellos, dos contrarrelojistas polivalentes destinados al trabajo de equipo, Igor González de Galdeano y José Iván Gutiérrez.

Apenas en el tercer kilómetro llegó la caída que marcaría el sino de los españoles en aquellos Juegos: Igor Astarloa se tuvo que retirar, José Iván Gutiérrez continuó mermado y se retiró unas vueltas después. Varias vueltas después, cae también Freire, que sigue sobre la bici y abandona al poco tiempo. Sólo quedaban sobre la bici un Alejandro Valverde descompuesto por la presión de ser el único líder en pie del combinado nacional e Igor González de Galdeano, dedicado por completo a trabajar para el murciano. Finalmente, Bettini se exhibió y se bañó en el oro olímpico por delante de un sorprendente Paulinho, plata, y de un Axel Merckx que atacó con coraje en pos del bronce en los hectómetros de pavé que se encontraban cerca de meta. Valverde terminaba 47º, hundido en el pelotón; Galdeano no acababa, pensando en la contrarreloj…

… Que tampoco fue mejor. Galdeano, cansado, sólo pudo ser noveno; Gutiérrez, seriamente mermado por la caída en la prueba de fondo, acabó decimosexto. Las medallas fueron para Hamilton, Ekimov y Julich; por otro lado, el gran favorito Ullrich sólo era sexto y asomaba un jovencísimo Fabian Cancellara, que con apenas 23 años acabó en un meritorio décimo puesto.

¿Y este año? Este año parece que sí. Este año España puede ser campeona olímpica de fondo en carretera. El recorrido es duro, con tres repechos dignos de consideración y un final picando hacia arriba que beneficia a nuestros ciclistas. Los escaladores Alberto Contador y Carlos Sastre, el bajador Samuel Sánchez, el mejor sprinter y clasicómano español de la época moderna Óscar Freire y el… superclase… Alejandro Valverde conforman el combinado nacional que se enfrentará en Pekín a las circunstancias y a los rivales. Paolo Bettini, Davide Rebellin, Stefan Schumacher, los hermanos Schleck, Kim Kirchen…

Pero, sobre todo, hay que luchar contra las circunstancias. Los cinco hombres por país que hacen casi impensable una táctica de control, la cacareada contaminación de la capital china (difícil que afecte, el paraje donde se disputa la prueba es prácticamente verde según se vio en la Good Luck Beijing, carrera de ensayo disputada el año pasado en el circuito olímpico)… y la suerte. La misma que trucó el cuentakilómetros de Freire o tiró al suelo a Igor Astarloa cuando no había recorrido más que tres kilómetros… Puede que, en esta ocasión, nos sonría y bañe en oro una temporada de 24 kilates para el ciclismo español.

Sastre, amarillo y gloria en Alpe d’Huez

23 de Julio, Arueda.com
Alpe d’Huez es una montaña legendaria, uno de esos nombres que están en la mente de todos los aficionados al deporte. Cada curva de Alpe d’Huez encierra una leyenda, portando el nombre de uno o dos de los hombres que han conseguido imponerse a sus rivales y a las circunstancias para hacerse con una preciada victoria en sus rampas. Cada tramo tiene su historia, su momento de gloria que es recordado cada vez que es recorrido por los esforzados de la ruta.

Desde el durísimo primer kilómetro, el de los gregarios, donde Chechu Rubiera y Roberto Heras reventaron en su tiempo a todo el pelotón en favor de Lance Armstrong. También está la zona, a falta de cuatro kilómetros del final, donde se acumulan los holandeses como los vascos en Pirineos; no en vano, Alpe d’Huez también es conocida como la montaña de los holandeses. En los últimos quinientos metros siempre se recuerda aquella curiosa caída de Giuseppe Guerini por un aficionado despistado que se interpuso en su camino cuando iba hacia la victoria; la victoria que al final consiguió.

Para los españoles también hay historias. La curva número 10 es la de Fede Echave, que ganó en 1987 mientras Delgado y Roche se retaban por detrás y el segoviano cogía el amarillo. La curva 20 la comparte Iban Mayo con Lucien Van Impe; inolvidable su exhibición mientras Beloki se enfrentaba a Armstrong en el Tour de su desgraciada caída. Desde hoy, siguiendo el orden, la curva 17 pasa a ser la de Carlos Sastre; la compartirá con otra leyenda como el pasional portugués Joaquim Agostinho.

El desarrollo de la etapa fue decepcionante. Rubén Pérez (Euskaltel), Peter Velits (Milram), Remy Di Gregorio (Française des Jeux) y el protagonista de ayer Stefan Schumacher (Gerolsteiner) conformaron la escapada. Di Gregorio perdía contacto en el llano entre los colosos de Aubisque y Croix de Fer; Rubén Pérez, en las estribaciones de este último, que eliminaba también a Schumacher más adelante. Quedaba solo por delante el sudafricano Velits, que después recibiría por detrás el apoyo de Jérôme Pineau (Bouygues Telecom) en el descenso de Croix de Fer. Todo eso daba un poco igual en una visión global de la etapa, pero era lo único que sucedía en esos instantes: CSC marcaba un ritmo poco exigente que dejaba a una treintena de ciclistas en el pelotón.

Se llegó al pie de Alpe d’Huez y no parecía que se pudiera esperar demasiado. Pineau seguía por delante ya en solitario, con un minuto sobre el grupo dominado (se dejaba dominar) por CSC. Y en el primer kilómetro llegó el primer hachazo. Carlos Sastre atacaba y se llevaba consigo a Denis Menchov; el inocente trabajo de Bernhard Kohl neutralizaba el demarraje. Sin esperar a reintegrarse de verdad al grupo de favoritos, Sastre volvía a tensar. Ésta fue la buena.

Dudas por detrás. Menchov se hundía, víctima de su fragilidad mental, y perdía contacto con el resto de grandes. Kohl tiraba de Evans; Valverde pedaleaba nervioso con unas buenas piernas que no tenía desde Cholet, AG2R acumulaba hombres en el grupo… y los hermanos Schleck movían el árbol, buscando cortar a Evans. En lugar de ello, lo acercaban a su compañero de equipo y teórico jefe de filas. Cayeron una y mil veces en ese error de juveniles; a pesar de ello, Sastre siguió haciendo hueco, infatigable. Los treinta segundos que manejó durante dos kilómetros se convirtieron en cincuenta, lo cual propició que el coche de equipo conducido por Kim Andersen y que llevaba a su mecánico y compañero de fatigas Alejandro Torralbo arribara a su vera. Golpe moral, la ventaja era de un minuto y, en un abrir y cerrar de ojos, paso a ser de dos.

Evans no encontraba quien le hiciera carrera; mejor dicho, quien se la hiciera bien. Tocado ya Kohl, Goubert y Efimkin, de AG2R, se iban alternando para mantener un buen ritmo que beneficiara a su jefe de filas Valjavec. Y ese ritmo permitía que Sastre aumentara su ventaja. Después, Evans empezó a tomar la responsabilidad en primera persona; Menchov y Samuel Sánchez volvían al grupo. Algo no marchaba bien. Los ataques no tenían continuidad: la ingenuidad de los Schleck se tornó en maestría para hacer de secantes de cada cambio de ritmo que tenía lugar entre los favoritos. Vandevelde, Efimkin, Valverde, Kohl… todos debían frenar al verse con la incómoda compañía de uno de los luxemburgueses. Sastre seguía delante; iba con menos alegría, pero con la suficiente para seguir haciendo hueco.

El último ataque, el que valió, fue de un Samuel Sánchez que arrancó con una fuerza bastante apreciable a poco más de un kilómetro para meta. A su rueda, Andy Schleck. Esto no importó al asturiano, que sólo quería ser segundo y en nada perturbaba a Sastre. La pasividad de un Evans reventado, un Menchov hundido aunque su situación en carrera no fuera catastrófica. El reventón juvenil de Kohl, el puntito que le falta a Vandevelde para ser un grande y no un gregario de lujo que aprovecha su libertad. Esos factores se juntaron para permitir a Sastre, por un lado, y a Samuel y Andy por otro, para hacer camino. También la permisividad de Valverde, que perdonaba a pesar de su insultante facilidad sobre la bici.

Sastre llegó a meta, maillot cerrado y gesto extenuado, con 2’03” sobre Samuel y Schleck, que se jugaron al sprint la segunda plaza; sonrió la fortuna al más rápido, el asturiano de Euskaltel. A 2’13” apareció el grupo de favoritos, liderado por el murciano Alejandro Valverde y por el hasta ahora líder Frank Schleck; Evans perdía dos segundos en una etapa negra para él.

Diez minutos después ya se sabía la general. Sastre sacaba 1’24” al siguiente, su compañero Frank Schleck, y 1’34” y 2’39” a sus máximos rivales por mor de la contrarreloj, Cadel Evans y Denis Menchov. El abulense tuvo un recuerdo para su cuñado Chaba Jiménez y declaró que la táctica, que parecía caótica dado el mal uso de sus fuerzas por parte del equipo CSC, era que él atacara desde la base del Alpe d’Huez.

Pero… ¿qué más da? ¿Qué importan las tácticas, las diferencias y lo que queda por venir cuando uno ha entrado en la gran Historia del ciclismo? Un triunfo épico en Alpe d’Huez significa la gloria. Y resta importancia a lo que queda por venir

En Hautacam subió a los cielos

Recordando la hazaña de Javier Otxoa
12 de Julio, Arueda.com
Se llama Javier Otxoa y ahora tiene casi 34 años. Corre en el llamado ‘ciclismo adaptado’, patrocinado por la firma Saunier Duval. Sigue en la bicicleta, en aquel deporte que le dio todo, que le llevó a las portadas de los periódicos un 10 de Julio de 2000 y le arrebató todo su ser el 15 de Febrero del año siguiente.


Aquel día, ése 10 de Julio, se llegaba a Hautacam. Un puerto de pendientes constantes y elevadas. Un puerto de diecisiete kilómetros, situado muy cerca del famoso Santuario de Lourdes. El templo de los milagros.

El Tour había llegado dos veces más a Hautacam. La primera, en 1994, fue una victoria de Luc Leblanc consentida por el gran jefe Indurain. La segunda, en 1996, fue lo inverso: Bjarne Riis ganó todo lo ganable aquel día, afianzó su maillot amarillo y ridiculizó a Miguel Indurain, al que aún le quedaba por sufrir la terrible etapa de Pamplona. Terrible porque fue su funeral deportivo.

Pero este Tour era el de 2000. Era el segundo Tour de la era Armstrong, un Tour movido debido a la falta de un dominador: ni en las llegadas masivas dominaba nadie de manera manifiesta, ni el equipo del líder era realmente fuerte como para controlar completamente la etapa. Jan Ullrich (Telekom), Marco Pantani (Mercatone Uno) y el propio Lance Armstrong (US Postal) eran los grandes aspirantes a la victoria final. En la sexta etapa, una fuga bidón llevaba al italiano de Telekom Alberto Elli a vivir uno de sus momentos de máxima gloria deportiva: se hizo con el maillot amarillo. Su escuadra no puso mucho ahínco en defenderlo: dos fugas llegaron a buen puerto durante las tres etapas que Elli portó el liderato a sus espaldas con esperanzas reales de mantenerlo. A la cuarta llegó Hautacam; y no hubo nadie que lo defendiera, la carrera quedó sumida en el descontrol…

205 kilómetros entre Dax y Hautacam. Los primeros cien, relativamente llanos; los otros incluían, de un tirón, Marie-Blanque, Aubisque, Soulor… y la gran llegada a Hautacam. La tónica de la etapa fue el movimiento: sin nadie que mantuviera el orden, todos atacaron. En el kilómetro 50 se fueron por delante el inefable, hipercombativo, Jacky Durand (Lotto), el belga Nico Mattan (Cofidis) y el enorme Javier Otxoa (Kelme).

Por aquel entonces se llamaba Javier Otxoa, tenía 25 años y casi cuatro de experiencia profesional. Competía en el añorado Kelme – Costa Blanca, equipo de escaladores. Vizcaíno, gregario, sólo iba al Tour para trabajar; de hecho, sólo atacó para «preparar el terreno» a Escartín y Heras, sus jefes en la segunda experiencia que vivía en la ‘Grande Boucle’.

Hizo, hicieron, camino por los difíciles ‘cols’ pirenaicos mientras por detrás se formaban mil y un grupos. Santi Botero, Jon Odriozola, Pascal Hervé… nombres de nostalgia que atacaron, infatigables, para intercalarse en caso de que uno de sus líderes decidiera arrancar desde lejos en algún punto de la travesía. Mientras, por delante, Otxoa y Mattan dejaban atrás a Durand. La montaña no era el terreno de aquel entrañable francés que alcanzara a ganar Tour de Flandes y París – Tours.


Hasta 17 minutos de ventaja llegaron a acumular, aunque en el Aubisque apenas eran 10. Por detrás, un grupo de favoritos se organizó para llegar hasta ellos. ‘Chaba’ Jiménez (Banesto), Roberto Heras, Fernando Escartín (Kelme), Joseba Beloki (Festina), Mario Aerts (Lotto), Richard Virenque y Pascal Hervé (Polti). Unos minutos delante suya, intercalados, dos imberbes llamados Santi Botero (Kelme) y Paco Mancebo (Banesto) iban lanzados a por todas. Después pararon a esperar a sus respectivos líderes y tirar de ellos en el breve tramo llano que había entre el descenso del Soulor y el comienzo de Hautacam.

¿Y Armstrong? ¿Y Ullrich? ¿Dónde estaba el pirata Pantani? No habían sido tan intrépidos, se habían quedado sin gregarios y esperaban que la situación la arreglara Guerini (compañero de Ullrich en Telekom), que trabajó solo durante kilómetros. Por aquel entonces, Lance no tenía un equipo sólido tras de sí: era la época de los ‘exploradores’ Hamilton y Livingston, apenas nimiedades comparados con los grandes ciclistas que más adelante tuvo Lance a su disposición.

Se llegó a la subida final. El grupo intercalado, ese de los favoritos de segunda fila, se había quedado sin gas. El grupo delantero, la escapada, se había quedado conformado por un solo hombre que movía plato pequeño y el piñón más grande: Otxoa. El grupo de los gallos era un corral que se revolucionaba.

Y de ese corral echó un gallo a volar, inverosímil, a solamente siete kilómetros de la llegada. Lance Armstrong. Reventó a Pantani, que osó intentar seguirle y lo pagó con cinco minutos de desventaja en meta. Un kilómetro después estaba en el grupo intermedio. Al siguiente, con solo cinco por delante, tenía por única compañía al genial ‘Chaba’ Jiménez; y, como único factor en contra, los seis minutos de ventaja que atesoraba el extenuado Javier Otxoa.

Pasó otro kilómetro, Lance volaba y dejó al Chaba. Otxoa seguía dando pedales y, según el mismo, “no llegaban las pancartas”. Cada mil metros equivalían a un minuto limado, a más castigo para el cuerpo de ambos ciclistas, aunque especialmente para el vizcaíno. Aunque no pudo ser para Armstrong, que no pudo ganar el día de una de sus grandes exhibiciones. Tras seis horas y diez minutos de pedaleo…

… Javier Otxoa culminó su odisea, ganó la etapa y se ganó el recuerdo de muchos aficionados al ciclismo, de muchos españoles que aquel día sufrimos y vibramos con una persecución intensa y exasperante. Emotiva; épica y milagrosa, precisamente cerca de Lourdes.

Después, su carrera profesional se convirtió en tragedia cuando un coche le atropelló en Málaga junto a su mellizo y compañero de equipo Ricardo, que perdió la vida. Javier se quedó paralítico cerebral, se temió que vegetal. Pero siguen estando juntos, cada pedalada que sigue dando Javier lleva el recuerdo de su hermano Ricardo. De alguna manera, la bicicleta ha conseguido que Javier y Ricardo Otxoa sigan estando juntos, aunque por vías meridianamente distintas. Porque, gracias a la bicicleta, ambos subieron a los cielos.

Españoles en rosa (II)

Un repaso a los últimos españoles que pelearon por el Giro
Hace unos días dejábamos este reportaje con Quique Gutiérrez, ángel caído tras hacer el Giro de su vida en 2006. Ahora, seguiremos el repaso de españoles que han luchado por la ‘maglia rosa’ con el último que ha conseguido colarse en dos ocasiones en el podio: Abraham Olano.


Abraham fue uno de los vueltómanos españoles que sufrió el síndrome post-Indurain que buscaba desesperadamente un heredero para el navarro. Seguramente el que más. Aquellos inolvidables Mundiales de Duitama’95, donde fue segundo tras el navarro en contrarreloj y vencedor en la prueba en línea precisamente por delante de él, relacionaron para siempre al guipuzcoano con el extraterrestre villavés. También sus enormes condiciones como rodador y su aceptable rendimiento en montaña ayudaron a ello. Cuando Indurain se retiró en 1996, el tándem director de Banesto le fichó del equipo Mapei – CLAS, donde había desarrollado hasta entonces su carrera, para sustituir al gran ídolo navarro. Fue una sombra muy alargada para él, una responsabilidad, un ‘deber ser’ que quizá le impidió llegar más alto.

Precisamente su último año en Mapei fue una de las ocasiones en las que casi logró emularlo. Giro’96: poca contrarreloj y mucha, mucha montaña, en una ‘corsa rosa’ que salió de Atenas el 18 de mayo. Una ‘corsa rosa’ en la que Olano hizo gala de sus grandes cualidades contra el reloj en la única ocasión de que dispuso (no ganó, le superó Evgeny Berzin, pero infligió unos valiosos minutos a sus rivales), y las aunó a una gran fortaleza en montaña que le llevó incluso a atacar en el Passo Pordoi, al más puro estilo Indurain. La diferencia con el omnipresente navarro fue que, hasta entonces, éste no había demostrado ser humano; no había fallado casi nunca, aún menos de manera estrepitosa. Si acaso, en el Giro’94 que le birló precisamente Evgeny Berzin, enrolado en las filas de aquel monstruoso Gewiss. Miguelón demostraría ser humano precisamente ese verano; pero en ese momento aún no lo había hecho, y eso marcaba su diferencia con Olano. La humanidad. La misma que puso la zancadilla a Olano en la penúltima etapa de aquel Giro’96, vistiendo la ‘maglia rosa’ y sucumbiendo ante Tonkov y Gotti camino de Aprica. Cayó hasta el tercer cajón del podio.

Ese mismo año fue segundo en la contrarreloj de los Juegos Olímpicos, de nuevo detrás de Indurain. En 1998 llegó el amargo culmen de su carrera, tras la cuarta posición del Tour’97: Abraham se hizo con la Vuelta a España, vestido con los colores de Banesto. Consiguió lo que Indurain jamás hizo, se impuso en la gran ronda nacional. Pero cometió el error de vencer por delante de dos ciclistas que caían mejor, eran más románticos. Por un lado, el sacrificado oscense Fernando Escartín. Por el otro, y sobre todo, el mejor escalador español de los últimos tiempos, más impulsivo y menos calculador que el guipuzcoano: José María ‘Chaba’ Jiménez. Eso no cayó bien, Olano no cayó bien. Había tenido la debilidad de cometer el delito de cerrar el paso a un héroe. Presión mediática durante toda la Vuelta, el equipo hizo poco por solucionarlo. Al año siguiente, Abraham fichó por la ONCE. Ganó la guerra el genio.

Al Chaba solamente se le puede definir como genio y figura. Fue capaz de poner a todo un país en contra del proyecto de ídolo por el que, a priori, iban a beber los vientos. Escalador puro, de raza, pasional. El ciclismo era su vida; el Giro, con sus empinadas montañas, parecía ideal para él. Sin embargo, no fue así: solamente participó dos veces, siendo su mejor resultado la segunda posición en el Gran Sesso d’Italia’99 tras un ciclista con el que comparte forma de ciclismo, de vida y de tragedia: Marco Pantani.

Cinco años pasaron hasta que Olano volvió al Giro. Fue en 2001, cuando arrojó la toalla con la victoria en el Tour y llegaron Beloki e Igor Galdeano a hacerle la competencia en el puesto de líder para las grandes vueltas. Así, Abraham se plantó en la salida de Pescara con intención de llevarse la ‘maglia rosa’ en una edición que resultaría a la postre histórica para el ciclismo español.

Abraham contó con un tren de rodadores y un lugarteniente de lujo como José Azevedo a su servicio. Estuvo siempre en la pomada, beneficiándose de escándalos extradeportivos (expulsión de Belli por agredir a un espectador, la dantesca noche de registros en San Remo que tuvo como resultado la anulación de una dura etapa de montaña y la expulsión de Dario Frigo) y metiéndose, por méritos propios, en el segundo lugar del podio. Pero, mientras Olano brillaba por última vez en una gran vuelta antes de retirarse y Pablo ‘Pencas’ Lastras se hacía con su primer triunfo de prestigio en Gorizia…

… se abría paso un escalador, también guipuzcoano, con cara de niño y enrolado en el equipo Banesto. Unai Osa. Fue su explosión, con 26 años y tras superar múltiples problemas físicos que más adelante siguieron condicionado su carrera. Se marcó unos Dolomitas sensacionales, fue segundo en una etapa ganada por el antiguo escarabajo de Kelme Carlos Contreras. Le perjudicó la suspensión derivada de la redada de San Remo, ya que estaba fuerte y dispuesto a atacar en la etapa afectada. Fue tercero en el podio de Milán; parecía el inicio de una carrera rutilante. Sin embargo, la estrella de Unai se apagó con el agua de los problemas físicos. Volvió a la gran ronda italiana en años siguientes; su rendimiento, aunque aceptable, no fue el mismo.

Esta fue una edición histórica del Giro de Italia para España. Se igualaron dos récord que databan de los 70: Olano consiguió un segundo podio en la ‘corsa rosa’, único ciclista español que lo ha conseguido junto a Francisco Galdós, ciclista más conocido fuera de España que dentro. Por delante de ellos estará siempre Miguel Indurain, tres veces en el podio y dos victorias. Por otro lado, se consiguió acumular dos ciclistas en el podio final, algo que solo se consiguió en 1972 con el ‘Tarangu’ Fuente (2º) y Francisco Galdós (3º). Históricos registros que algún año se igualarán; posiblemente no este, pero más adelante…

Españoles en rosa (I)

Un repaso a los últimos españoles que pelearon por el Giro
20 de Mayo, Arueda.com
La presencia de españoles en la lucha por la ‘maglia rosa’ ha sido tradicionalmente esporádica. La práctica coincidencia en el tiempo de Vuelta y Giro hasta 1994 (se corrían en abril y mayo, respectivamente, con una sola semana de diferencia entre ambas) hacía casi imposible la disputa con garantías de ambas carreras. El único ciclista español que ganó el Giro en ese tiempo (y hasta ahora) fue ése extraterrestre de Villava llamado Miguel Indurain; de hecho, lo hizo en dos ocasiones consecutivas: 1992 y 1993.


Sin embargo, si hay que hablar de hombres Giro españoles de de hace más de una década, brilla con luz propia un asturiano recordado y carismático en Italia que en su patria: José Manuel Fuente, alias ‘el Tarangu’. Ocho etapas, cuatro veces mejor escalador, dieciocho días visitó la ‘maglia rosa’ en total. Su mejor puesto en la general final de un Giro lo obtuvo en 1972, cuando fue segundo. Sin embargo, la combatividad de la que siempre hizo gala y su rivalidad deportiva con el superclase Eddy Merckx le valieron el cariño y el recuerdo del público italiano… aunque no tanto del español.

Una vez la Vuelta se separó en el calendario del Giro, los españoles quedaron sin excusas lógicas para no disputarlo. Más aún siendo que la gran ronda italiana es la que históricamente mejor se ha dado a los escaladores puros, raza predominante en España. También se prestaba a la épica, a la fuga, algo que también ha sido propicio para los españoles.

Fue precisamente el equipo combativo y escalador por excelencia, Kelme, quien más en serio se tomó siempre esta carrera; al principio fue un coto reservado para sus ciclistas colombianos, después un banco de pruebas para todos sus líderes antes de llegar al estrellato. Uno de los mejores escaladores españoles, si no el mejor, de los últimos tiempos como es Roberto Heras fue quinto en 1999, adjudicándose la etapa de Aprica; mientras, un imberbe Óscar Sevilla se resarcía de la retirada del año anterior y terminaba su primera grande, siendo 13º en la general. Al año siguiente fue 16º; después, no volvió.

Dos años antes, en 1997, Kelme había realizado una carrera memorable. Sin ningún gran líder, con un grupo de grandes gregarios en proceso de formación (Pipe Gómez, José Ángel Vidal, Marcos Serrano y Chechu Rubiera entre otros) y dos colombianos expertos como Chepe González y Hernán Buenahora, el equipo dirigido por Álvaro Pino consiguió logros insospechados: la clasificación por equipos, una etapa y la ‘maglia verde’ para Chepe González, otra etapa en Falzes para Chechu Rubiera y dos top ten a cargo del propio Rubiera (10º) y del gallego Marcos Serrano (8º). Fue la única representación española en la prueba (junto al madrileño Félix García Casas, 12º), y dejó el pabellón nacional muy alto.

Rubiera fue, sin duda, un enamorado de la gran ronda italiana. Tras ese espectacular debut de 1997, disputó la ‘corsa rosa’ los tres años siguientes sobreponiéndose a la alergia al polen que sufría y, de hecho, sufre. En 1998, mientras Edo consumaba su segunda ‘volata vincente’ (la primera, dos años antes) y Dani Clavero hacía un magnífico quinto puesto, Rubiera fue “tan sólo” 13º, mostrando una mayor regularidad y consiguiendo un inusitado cuarto puesto en la llegada de Milán. Al año siguiente se vio obligado a retirarse a las primeras de cambio. En 2000, su último año en Kelme antes de pasar a engrosar las filas del equipo de Lance Armstrong, consiguió una preciosa victoria en Selva di Val Gardena luchando mano a mano con Simoni y, además, un octavo lugar en la general; la mejor y la última actuación de Chechu Rubiera en el Giro de Italia.

Solamente un liderato consiguió Kelme en toda su historia en el Giro de Italia. Fue efímero, también sufrido. Todo sucedió cuando, camino de Prato, una fuga abrió hueco. Era una jornada de media montaña; el pelotón se fraccionó, no había un dominador claro ni velocistas de relumbrón. Un valenciano por aquel entonces imberbe, corpulento, con una tremenda potencia en las piernas y una versatilidad que hacía imposible determinar el techo de su carrera, iba en ella; si todos llegaban juntos, sería líder. La providencia quiso meterse en su camino; pinchó a muy poco de meta. También viajaba en la fuga un belga hijo de leyenda, Axel Merckx, al cual le bastaba con veinte segundos de ventaja más la bonificación para convertirse en ‘maglia rosa’ por delante del valenciano; llevaba un compañero, tiraron a muerte para eliminarle. Pero es que el valenciano también llevaba un compañero, colombiano, José Javier Castelblanco; éste le devolvió al grupo, dándole un liderato efímero (un solo día) y a la vez un nombre en el pelotón internacional: Quique Gutiérrez.

No volvió a participar hasta seis años después, cuando hizo su aparición con el maillot de Phonak. Se metió entre los primeros en el prólogo y se aupó a la segunda posición de la general en la octava etapa. No se bajó de ella hasta el final de la carrera, fue quien mejor aguantó los envites de un Ivan Basso sensacional. La Operación Puerto estalló seis días antes del final de la ‘corsa rosa’; su triunfo (no hace falta ganar para triunfar) quedó ensombrecido por la sospecha para siempre. Después de él se le marginó, se le apartó de la alta competición; tras un año gris en LPR, donde tuvo un buen rendimiento en las semiclásicas de final de temporada, su nombre fue asociado este invierno al modesto equipo continental húngaro Katay. Finalmente, no se concretó nada y se retiró en el más absoluto anonimato.

Haimar Zubeldia, sin levantar los brazos (I)

El ciclismo nunca dejará de tener historias sorprendentes. La de Haimar es una de ellas.

Este año ha cumplido diez temporadas como profesional. En esos diez años, Haimar Zubeldia (1977, Usúrbil) se ha hecho con un nombre dentro del pelotón profesional. No es un ciclista que levante excesiva expectación, pero siempre está ahí. Tres veces entre los diez primeros del Tour de Francia, numerosos buenos puestos en carreras de respetable categoría… y una alarmante falta de instinto ganador.

Ciclista precoz, pasó solamente dos años en Olarra sub 23 antes de fichar por Euskaltel con tan solo 20 años en 1998. Precedido por una fama de sufridor, de ser extremadamente regular, su primer año fue el típico de adaptación; un décimo primer lugar en la Vuelta a Murcia fue todo su bagaje. Al año siguiente, aún sin presión, realizó una excelente Volta a Cataluña, siendo décimo en la edición de la trágica muerte de Manuel Sanroma. Noveno también en la Vuelta a Burgos, sus 22 años le hacían prometer un futuro bondadoso a sus mentores. Al año siguiente, en 2000, Haimar dio un gran salto de calidad. Estrenó su palmarés en la Bicicleta Vasca, carrera donde, además de la general, se hizo con la contrarreloj de Mendaro ante su actual ‘jefe’ Igor González de Galdeano. Sus dos primeras victorias… y las únicas hasta el momento.
Pero la cosa no quedó ahí. Haimar se destapó a nivel internacional consiguiendo un maravilloso segundo lugar en el Dauphiné Liberé. En la carrera donde Euskaltel (que corría como equipo invitado y aún pertenecía a la Segunda División) se destapó como aspirante a equipo grande, con López de Munain consiguiendo el triunfo de su vida en la cronoescalada inaugural (con el correspondiente liderato), con el bloque mostrando una actitud combativa excelente… y con un Zubeldia inconmensurable que fue líder tras la llegada al Mont Ventoux y al que sólo un ataque en pareja de Tyler Hamilton y el legendario Lance Armstrong (compañeros en el US Postal aquel año) en Digne le Bains apartó de la victoria. Ese mismo año Haimar realizó otra actuación de campanillas con un destacable décimo lugar en la Vuelta a España dominada por Roberto Heras.
Todo esto le adjudicó galones en el equipo. Al año siguiente, 2001, pidió contar con su hermano Joseba junto a él y la posiblilidad de disputar Tour y Vuelta a pleno rendimiento, sin preocuparse de nada más. Su año no pudo ser más decepcionante para las expectativas creadas; desaparecido en las generales de las dos grandes que corrió, apenas un séptimo lugar en la Volta a Cataluña y su quinto puesto en una fuga de la Vuelta a España conformaron su pobre bagaje; sus directores, sin embargo, no perdieron la confianza en él… y acertaron.
2002, ya con 25 años, se presentaba como un año de maduración para Haimar Zubeldia. El mal desarrollo de 2001 hizo que el aficionado se preguntara si Haimar no sería una estrella fugaz más del ciclismo. Un mero bluf. Así, se presentó a principio de año con mucho que demostrar; y, aunque no deslumbró, si brilló: cuarto en Dauphiné Liberé (por detrás del tándem Landis-Armstrong y de Christophe Moreau), realizó un discreto Tour de Francia (39º) y remachó su temporada en la Vuelta a España, con un meritorio 11º lugar. Poca cosa para un superclase, pero un palmarés bueno para un corredor de clase alta. Había que seguir mejorando…
Tras el mediano año 2002 y ya con 26 años, Haimar Zubeldia se plantó en 2003 de nuevo con el deber de demostrar lo apuntado hacía ya tres años. Prescindió del calendario internacional para centrarse en el nacional: tercero en Murcia y segundo en la Cresta de Gallo, cuarto en la Bicicleta Vasca y segundo en Arrate… el triunfo se le resistía. Llegó al Tour de Francia en un momento de forma óptimo. Tercero en el prólogo, cuarto en la crono de Cap Découverte, en el top ten en cimas míticas como Luz Ardiden, Plateau de Bonascre y Alpe d’Huez… regularidad. Sólo la combatividad de Vinokourov y la exhibición de Hamilton en Bayona le privaron del podio, firmando finalmente un destacadísimo quinto lugar. A la par que su compañero en la jefatura de filas de Euskatel, Iban Mayo, se encumbraba en Alpe d’Huez y acababa sexto en la general. Después aprovechó el momento de forma del Tour para acabar tercero en la Subida a Urkiola tras Piepoli y Bruylandts.

Cadel Evans, el hombre gancho (y II)

Ese mismo año, Evans también ganó una etapa de la Clásica Uniqa y la contrarreloj de los Juegos de la Commonwealth, algo que no hizo sino acentuar algo a lo que apenas se reparaba: no solo subía, también rodaba muy bien. Tomó nota Telekom, que aprovechó el río revuelto que creó la desaparición de Mapei para pescarle. A él y a todo un histórico como Daniele Nardello. Además de reforzar la plantilla con el ganador del Giro’02, Paolo Savoldelli, y a la sensación del Tour, Santiago Botero.
Pero aquellos eran años difíciles para el equipo alemán. Todo aquel que venía de otro equipo no brillaba, por caídas o por mala suerte. En el caso de Cadel, tocaron las caídas: hasta tres veces se rompió la clavícula aquel año, incluyendo una caída en la tercera etapa de la Vuelta donde iba a tratar de revindicarse. Al año siguiente, ya más recuperado, dio muestras de mejoría: etapa y general de su fetiche Vuelta a Austria, tercero en Murcia, cuarto en todo un monumento como el Giro de Lombardía. Sin embargo, a Evans le hacía falta un cambio de aires, y el supo dárselo fichando por Davitamon-Lotto.

En este equipo Cadel conoció el Tour. Y el resultado fue muy bueno: octavo en su primera participación. No cupo duda desde entonces de que él era un hombre Tour; regular, bueno subiendo y contra el crono, con una gran capacidad de sufrir… le faltaba ser capaz de romper la carrera, pero no se podía tener todo. Aquel año, además, ganó una etapa en la Vuelta a Alemania e hizo una digna Lieja-Bastogne-Lieja (quinto).
Al año siguiente, desde el equipo se propusieron dar un paso adelante: luchar a lo largo de todo el calendario y así poder optar a ganar la general del UCI Pro Tour. Evans trató de hacerlo, y casi lo consigue: etapa y general del Tour de Romandía, segundo en la Vuelta a Polonia, octavo en País Vasco, décimo (aunque muy activo) en la Vuelta a Suiza… y, en su gran objetivo del año, en ‘su’ Tour de Francia, quinto. Tres peldaños más alto dentro del top ten. En la general del Pro Tour, cuarto. Sin duda, una gran temporada.
Y llegamos a 2007. Un año que pudo ser mejor, pero no mucho. Un año excelente. Como quien mucho abarca poco aprieta, y buscando el mayor lucimiento posible en el Tour, Cadel renunció prácticamente al resto del calendario. Un sector en la Semana Internacional y un tercer lugar en Dauphiné Liberé constituía su pobre balance en la salida de Londres; todo un riesgo para uno de los ciclistas mejor pagados del mundo jugárselo todo a la carta del Tour de Francia. Y la apuesta casi le sale bien…
Sin atacar ni una sola vez, al menos ni una sola vez en serio, Evans se hizo con el segundo puesto del Tour de Francia. Por detrás del español Alberto Contador, y beneficiado por la descalificación del danés Michael Rasmussen (como el español, por otra parte), aunque con opciones hasta el final en la agónica contrarreloj de Angouleme. Finalmente, 23 segundos le separaron de la victoria final. Una victoria que quizá pudiera haber conseguido de haber arriesgado, de haber dejado de sufrir a la rueda del rival para sufrir con el viento dándole en la cara.

Después de esto, Evans se impuso en la contrarreloj de prueba del circuito de los Juegos Olímpicos de Pekín 2008. Y después, en una Vuelta a la que iba “just for train” (Cadel dixit), fue capaz de acabar cuarto solo desbancado por el empuje de Samuel y Sastre… y por su propio cansancio. Tras esto, y viendo que podía hacerse con la clasificación del Pro Tour si finalmente descalificaban Danilo Di Luca de la misma por el turbio Oil for Drugs, Cadel alargó aún más su momento de forma para quedar quinto en el Mundial en línea y sexto en el Giro de Lombardía; lo cual le valió para llevarse el triunfo en la Challenge de la UCI y su maillot blanco correspondiente.
Nos encontramos ante uno de los mejores ciclistas del mundo sin duda alguna. Le falta ese puntito de agresividad y carisma que separa al mito de la leyenda menor. Su estilo puede gustar más o menos. Pero no podemos negar que sufriendo a rueda, como un auténtico hombre gancho, le va muy bien.

Cadel Evans, el hombre gancho (I)

Antítesis del ciclismo de ataque, esta es la historia de Cadel Evans, un sufridor nato y reciente ganador del Pro Tour 2008.
La etapa 16 del Giro de Italia 2002 fue un auténtico infierno para los ciclistas, y también el escenario del nacimiento de uno de los ídolos más importantes del momento. La etapa aglutinaba los terribles “Passos” de Staulanza, Pordoi y Fedaia en apenas 160 kilómetros, además de varios puertos de tercera, uno de ellos a menos de diez kilómetros de meta. Ahí, un ex biker australiano de 25 años y cara blanca aderezada con el colorido maillot de Mapei, comenzó a escribir su particular historia.

Antes de esto, Cadel (1977, Arthurs Creek-Australia) era el modelo aventajado del típico biker pasado a carretera: bueno escalando, correcto poniendo ritmos altos durante un largo período de tiempo y con una mínima capacidad de demarraje que le privaba de obtener triunfos de relumbrón. Aunque siempre tuvo un puntito más que sus semejantes.
Fue Saeco quien le dio la oportunidad en 1999 de probar el ciclismo en ruta europeo tras obtener buenos resultados en carreras australianas como la Redlands Cycling Classic o el Tour Down Under. Tras un periplo corto donde tuvo la cabeza siempre puesta en la disciplina de ruedas gordas, Cadel volvió a lo suyo con resultados menos satisfactorios: si bien en el invierno de 1999 reeditó su triunfo en la Copa del Mundo MTB (ya en 1998 se proclamó campeón por primera vez), en 2000 los resultados no fueron tan halagüeños: apenas dos carreras menores. Sin embargo, él ya tenía en la mente su gran objetivo para ese año: la temporada de carretera.
Volvió con Saeco en 2001. Y esta vez los resultados le acompañaron: etapa y general de la Vuelta a Austria, A través de Lausana (en la última edición de esta carrera disputada en dos sectores, ambos en cronoescalada) y la general del prestigioso Brixia Tour, normalmente vedado para clasicómanos. Además de un segundo puesto en la Japan Cup.
Este año, prometedor para un hombre de 24 años, le valió el salto de categoría: más sueldo, más galones y un fichaje por el mejor equipo del mundo por aquel entonces: el Mapei. Se dejó ver a principios de temporada: etapa en el Tour Down Under, y tercero en las dos carreras de aproximación al Giro: Semana Internacional y Tour de Romandía.

Así, llegó al Giro de 2002 en plenitud de forma; muy regular, mantuvo sus esfuerzos, sufrió a rueda de quien hizo falta, para ponerse segundo de la general en la contrarreloj de Numana, sólo por detrás de un gregario histórico como Jens Heppner (Telekom). Al día siguiente, día de esprint, venció Cipollini. Cadel esperó agazapado su momento. Este llegó en la infernal etapa 16, con final en Corvara in Badia. La victoria se la llevó Pérez Cuapio, inmerso en el Giro de su explosión (en parte favorecido por las expulsiones de Francesco Casagrande y Gilberto Simoni de carrera, lo cual dejaba campo libre a sus cualidades de grimpeur); pero el verdadero triunfador fue Cadel Evans, que al llegar penúltimo del grupo de favoritos, se vestía con la maglia rosa al aventajar a Heppner en seis minutos.
Al día siguiente, nuevo etapón: de salida, Gardena (allá donde “Chechu” Rubiera le birló una etapa a Simoni en el año 2000) y Sella; 150 km salpicados de repechos, falsos llanos y descensos; y, como traca final, Santa Bárbara y Folgaria. Este perfil, esa coyuntura, ese marco de un Giro polémico por las expulsiones y reentrés de ciclistas enterrados en equipos de segunda, como Dario Frigo o Paolo Savoldelli, deparó una de las mejores etapas de nuestro recién estrenado siglo. La carrera se rompió en Santa Bárbara (si bien el terreno anterior ya dio para más de un ataque), y en Folgaria todos cayeron definitivamente como moscas. Una etapa donde entre el primero y el duodécimo (Marcelino García) hubo casi siete minutos de distancia; donde los ciclistas llegaron de uno en uno a meta; donde hay que remontarse al puesto cuarenta de la clasificación de la etapa para ver el primer grupo de más de dos hombres.
En ese grupo, llegado a diecisiete minutos, iban tres Mapei: Andrea Noe, Dario David Cioni… y Cadel Evans. El australiano se vació totalmente en la etapa anterior, y sufrió un día de esos que curten para siempre al ciclista, un día que jamás podrá olvidar, en el que pasó de ser el primero, el número uno, a ser el anónimo decimoséptimo lugar de la general. Un día que también le sirvió para conocer al que sería su gregario “de cabecera” a partir de entonces: Cioni. A Milán llegó finalmente en decimocuarto lugar.