Plantilla en CycleBase
Era un equipo que atacaba en el kilómetro uno y no se rendía hasta que se cruzaba la línea de meta. Tácticas desquiciadas: mandamos a los tres segundos espadas del equipo en la fuga para que luego ataque el líder, les coja y le lleven a rueda aunque sea 500 metros. O, si no, defendemos en el Tour el honor español tal y como defendieron las guerrillas de Sierra Morena a la patria en la Guerra de la Independencia frente al invasor francés: pañuelo a la cabeza, cuchillo entre los dientes. A Italia, al Giro, que vayan los escarabajos del equipo; aquellos melones sin abrir, que podían salir buenos ó malos pero se compraban de cuatro en cuatro.
Aquel Kelme del año 2000 fue el que me aficionó al ciclismo, aquellos maillots verdes, blancos y azules tan llamativos y siempre por delante. Aquel director tan simpático, bajito y con malas pulgas de cuando en cuando frente a los micrófonos. Aquel que se acostumbró a ver cómo le «robaban» a sus mejores ciclistas; el último fue Valverde, el primero no sabría decirlo porque seguramente el caso se dio antes de que yo naciera. Porque este equipo, no lo olvidemos nunca, nació en 1982 y vivió durante 24 azarosos años, aunque al final lo hiciera como una especie de esperpento repleto de problemas y ahogado por cierta presión mediática fruto del caso Manzano. Dependiendo, además, del dinero público.

Es un equipo inolvidable, no cabe duda. Y he elegido el de ése año, el Kelme 2000, por ser una muestra de cómo acumular talento sin despilfarro, con una buena política de base y con una táctica que permitiera lucir a todos y cada unos de los corredores en todos y cada uno de los momentos de la carrera. En Kelme, fueran más malos o más buenos, todos tenían un cometido y un momento.
Fernando Escartín era el líder del equipo, y junto a él un Roberto Heras en pleno crecimiento. Camino de una plenitud que se le escaparía entre los dedos por caer en la tentación, por entregarle a Lance Armstrong sus mejores años de vida deportiva a cambio de una gran suma de dinero. Éticamente se podría plantear como un dilema, vender el alma a cambio de cubrir las necesidades del cuerpo para mucho tiempo.
A su vera aparecía la gran promesa del ciclismo español, un Óscar Sevilla que tenía la cara de niño que aún hoy conserva. También estaba un Chechu Rubiera que también pasó el mismo proceso que Roberto Heras, aunque en su caso hiciera mucho cierta predisposición a ser un gregario de primera división antes que un jefe de segunda. Estaba un Aitor González del que pocos se esperaban que fuera capaz de hacer saltar la liebre como lo hizo en aquella Vuelta. Estaba un Quique Gutiérrez del que ninguno esperábamos aquellas exhibiciones en la montaña del Giro’06. Estaba Ángel Vicioso, un prometedor sprinter tan parecido a Jalabert…
También había tipos duros, como los gregarios Vidal, De los Ángeles, Cabello, Francesc León, Pipe Gómez, los dos Pascuales, Toni Tauler. Colombianos de campanillas: Botero, Castelblanco, Cárdenas, Contreras. Promesas que quedaron en nada: Eligio Requejo, Álvaro Forner. Hombres que demostraron capacidad y ganas, aquel Rubén Galvañ que fuera el único ciclista español en acabar la Roubaix’00. También Juanmi Cuenca, a quien sempiternas lesiones le impidieron demostrar las condiciones que atesoraba.
Como en toda melancolía hay tristeza. En el Kelme del año 2000 estaban dos gemelos apellidados Ochoa, que con el paso de los años escribirían [dejarían escritos] uno de los episodios más pasionales del ciclismo español. Estaba un Isaac Gálvez que nos dejó en Gante, que murió y consternó, que sigue todavía consternando. Y también un Manzano maldito, el Árbol de la Ciencia tan triste y mezquino, que tras sus ramas desveló una realidad que no todos queríamos saber y algunos siguen sin creer.
Echo de menos al Kelme, tengo que reconocerlo. Echo de menos a Vicente Belda, que esperó volverá la próxima temporada a los mandos del Boyacá es para Vivirla. Y ojalá los vista de azul, verde y blanco, como si fuera un canto a la nostalgia. Como si fuera este artículo tan divagante que escribí anoche y del que no he querido cambiar ni una coma.

Dos años antes, en 1997, Kelme había realizado una carrera memorable. Sin ningún gran líder, con un grupo de grandes gregarios en proceso de formación (Pipe Gómez, José Ángel Vidal, Marcos Serrano y Chechu Rubiera entre otros) y dos colombianos expertos como Chepe González y Hernán Buenahora, el equipo dirigido por Álvaro Pino consiguió logros insospechados: la clasificación por equipos, una etapa y la ‘maglia verde’ para Chepe González, otra etapa en Falzes para Chechu Rubiera y dos top ten a cargo del propio Rubiera (10º) y del gallego Marcos Serrano (8º). Fue la única representación española en la prueba (junto al madrileño Félix García Casas, 12º), y dejó el pabellón nacional muy alto.
Solamente un liderato consiguió Kelme en toda su historia en el Giro de Italia. Fue efímero, también sufrido. Todo sucedió cuando, camino de Prato, una fuga abrió hueco. Era una jornada de media montaña; el pelotón se fraccionó, no había un dominador claro ni velocistas de relumbrón. Un valenciano por aquel entonces imberbe, corpulento, con una tremenda potencia en las piernas y una versatilidad que hacía imposible determinar el techo de su carrera, iba en ella; si todos llegaban juntos, sería líder. La providencia quiso meterse en su camino; pinchó a muy poco de meta. También viajaba en la fuga un belga hijo de leyenda, Axel Merckx, al cual le bastaba con veinte segundos de ventaja más la bonificación para convertirse en ‘maglia rosa’ por delante del valenciano; llevaba un compañero, tiraron a muerte para eliminarle. Pero es que el valenciano también llevaba un compañero, colombiano, José Javier Castelblanco; éste le devolvió al grupo, dándole un liderato efímero (un solo día) y a la vez un nombre en el pelotón internacional: Quique Gutiérrez.